a Teresa y Alicia
He regresado.
Envueltos en llamas
los planetas perdieron su sonido, murieron
anónimos
entre estupores y abismos. Nadie compartió conmigo
la vendimia de los crepúsculos.
En vano mi voz en el viento
buscó un latir, cierta sinfonía en la noche derramada
en tibias cadencias. Las puertas de todos los días
se cerraban ante mis harapos.
Desdeñó la flor mi pasar: adentro de una nube el cielo cabalgaba
más allá del horizonte
para que mis ojos se quebraran como cristales helados.
Ciego ya, enfermo de trizaduras, selladas fueron las ventanas.
Y tras un derrumbe
de alas y sueños,
me vi sumergido en arena y fuego, sin tener
donde tirar
las últimas partículas de un dios derrotado por monjes de piedra.
Es inútil que espere en las esquinas alguna dádiva celeste.
Se apagaron cánticos,
gallos no entrelazan en la oscuridad su presencia.
Viajero que retorna a la raíz,
quiero ser un puñado de niebla tenue,
no correr tras un cuerpo de aire envilecido...
Bestias disputan mis últimos reflejos.
Dentro de mi pecho hay un funeral al que solo asistirán roedores.
Soy aquel niño que vosotras acariciasteis con manos profundas,
adolescente abandonado en la escarcha,
hombre vestido de fracasos
que persistía barajando ilusiones y entornos imposibles.
Ahora soy solo un harapo que dice adiós desde un alambre.
El frío es mi sudario permanente.
Estas manos sangran agónicas quimeras.
Abrid la puerta a este último canto, hermanas, dadme un rincón
para que esta pena de ser en un río de serpientes se haga leve.
No os vayáis antes.
Que vuestras manos bajen mis párpados para saberme galardonado...
Carlos Ordenes Pincheira
de “El cielo sobre los árboles tiembla”1957